domingo, 2 de septiembre de 2012

Al otro lado del canal - Ámsterdam


Para Ch.

Salíamos de nuestro país pensando que al regreso iba a poder decir que, por fin, había puesto una pica en Flandes, pero resulta que Flandes está al norte de Bélgica, y no en Holanda. Vaya, pensé, tendré que volver a repasar Geografía del norte europeo.
Después de sobrevolar España y la costa oeste (o debería decir playa) francesa, desde Bayona a Royan, la nave comenzó a bajar, tanto que parecía que íbamos a cambiar de transporte: pasaríamos de uno aéreo a otro terrestre, o acuático.
Una ducha mañanera, un desayuno XXL y a la calle: la ciudad espera. Ámsterdam se abre como un abanico, donde la Estación Central hace de boleta, el río Amstel de ribete y los canales de varillas. Las calles parecen constituir una pequeña Torre de Babel, auspiciada por su propio esperanto: Everybody speaks English, everybody.
―Ah, españoles―. Una sonrisa se cierne sobre la cara de los nativos, como queriendo darnos las gracias por haber expulsado a los judíos que allí ayudaron a crear un rico y próspero país.



Un soplo de aire fresco nos impulsa por la muy transitada calle Damrak, que desemboca en la plaza Dam, no sin antes sortear multitud de bicicletas que magistralmente circulan por toda la ciudad conviviendo sin ninguna dificultad con tranvías, autobuses, muy pocos coches y con las casi inexistentes motocicletas. ¡Tilín! Personas de todas las edades se mueven sobre dos ruedas, cabalgando los canales como en una Belle Époque.






El Palacio Real y el Monumento a los Caídos en la guerra. Una guerra que volvimos a recordar más tarde en la casa de Ana Frank, donde por un buen espacio de tiempo nos escondimos. ¡Silencio!, parece pedirse sin que nadie lo diga, los agentes arios amenazan con encontrarnos en cualquier momento.
Nada mejor para dejar atrás la nostalgia de un pasado impronunciable que irse al Mercado de las Flores, que te traslada de la tragedia negra y gris a un colorido que combina a la perfección con los edificios colindantes.
Con un sol bastante agradable para pasear por el entramado de calles que componen la ciudad, el tranvía nos había depositado cerca del Teatro de la Música, que rodeamos para acercarnos a un enorme mercadillo (¡qué paradójica combinación lingüística!). Al borde del canal y junto a un puente, Spinoza nos esperaba para hacernos sentir todo ese libre pensamiento que ayudó a componer el lema de la urbe. Momento perfecto para la introspección que culmina con un exquisito paseo en barco que muestra otra visión de la ciudad. Merienda en Vondel Park para recuperar fuerzas.



Paréntesis viajero. Volendam demuestra que el país sumergido  no sólo vive de ambiente selecto. La playa, el puerto, el pescado rebozado y canales en miniatura para distribuir las parcelas. A la salida del pueblo divisamos unos molinos de viento. Giré sobre mi cuerpo y vi un extenso y productivo campo donde unos campesinos recogían la cosecha. Al intentar acercarme, ellos se alejaban más, difuminándose en el paisaje. Un paso más cerca y ellos se perdían a kilómetros de distancia. Los encontramos más tarde comiendo papas, exhaustos por el trabajo, junto a un jarrón lleno de girasoles y bajo la atenta mirada de una geisha.



De vuelta a la ciudad y después de disfrutar un gin-tonic en la plaza que Rembrandt vigila, decidimos hacer la ronda de noche y llegamos a donde la ciudad se oscurece y se enciende. Las luces rojas se convierten en color púrpura cuando se reflejan en las aguas perfectamente acanaladas. Se abre el telón y en el Moulin Rouge comienza un espectáculo de pequeños escenarios que los viandantes disfrutan con el rabillo del ojo. Cruzamos el puente y la fiesta continuaba al otro lado con más escenarios de telón corto.



Una vez dimos por concluido el show, entramos a la Guarida del Perro, un Bulldog para ser exactos.
―Sí, por favor, sírvanos ese.
Silencio y la letra de una canción llega a la mente: “Entre el humo del local, consigo adivinar el cuerpo de una mujer…”. Silencio. Allí está la boca de la cueva, la salida.
―¿Estás seguro de que esta es la calle?
―Que sí. Puf, je je.
―Fíjate, qué casas más torcidas―. Una mirada a las susodichas sin saber qué responder.
La Naranja Mecánica observa nuestros pasos de regreso al hotel.



―¿Cuál es nuestra parada, esta o la siguiente?
―La siguiente.
―Pero, ¿la siguiente es esta o la siguiente de la siguiente?
―Nos pasamos. Toca el timbre, que nos salimos de la ciudad.
―Bueno, ahora esperamos al próximo y nos paramos en la siguiente, ¿verdad?
―Síííí. Ay, ¿esto qué es? Un supermosquito.
―Coño, ¿esos que están ahí en el césped no son conejos?
―Ay, sí. Pero, mira, mira, son dos o tres.
Risas entrecortadas e incrédulas.
―Esto sumado al supermosquito de antes hace un abejonejo.
― Estate pendiente, que perdemos la guagua. ¿Qué es un abejonejo?
―Aparece en un anuncio de televisión, un tipo de insecto, bueno, o algo así…
―Ahí viene. ¿Te imaginas que sea el mismo conductor?
Plash, plash. Se abren las puertas. El mismo conductor.
―Good even… puf ja, ja, ja.
Al entrar al hotel, un good night lo más rápido posible para no evidenciar. Subimos a la planta equivocada y entre risas y una imaginaria persecución de unos turistas que creíamos de otro país diferente al nuestro, entramos al dormitorio de Arles. Uno fue directamente a posarse sobre el edredón amarillo de la cama y el otro a sentarse en la silla, detrás de la ventana. Nadie nos seguía. Estábamos a salvo.
―Rueda un poco el televisor, no veo bien desde aquí.
―Está pegado a la mesa.
―¿Cómo que está pegado a la mesa? Pues entonces rueda la mesa.
―La mesa también está pegada, y la butaca, y ¡el cuadro de la pared! Aquí todo está pegado. A ver si te puedes levantar de la cama…
(El apuntador avisa para que los actores se rían. Risas.)



Una ducha mañanera, un desayuno XXL y a la calle: la ciudad espera…
La música fluye por las calles de forma natural, frente a la Estación Central o bajo la estatua de Rembrandt. El relativo silencio dentro del ¿inexistente? bullicio aparece desplegado a lo largo de toda la ciudad. El sonido del tranvía al pasar apenas interrumpe el sonido del chaval cantando. Parece llevar el ritmo de la canción y hace sonar su campana a modo de platillo que introduce el estribillo.




3 comentarios:

  1. Me encanta el tono espontáneo y desenfadado que has dado a la crónica urbanoviajera (esto debe ser un neologismo...). Por cierto Rembrandt es una de mis debilidades pictóricas, la próxima, si quieres un cicerone gratis, me apunto.

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  2. Mira que me reí leyendo la crónica. Lástima ( por no decir otra cosa ) que no haya podido vivir esos momentos y encima me encanta hallelujah... Muy bien cantada por el muchacho.

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