Para
Ch.
Salíamos de nuestro país
pensando que al regreso iba a poder decir que, por fin, había puesto una pica
en Flandes, pero resulta que Flandes está al norte de Bélgica, y no en Holanda.
Vaya, pensé, tendré que volver a repasar Geografía del norte europeo.
Después de sobrevolar España y
la costa oeste (o debería decir playa) francesa, desde Bayona a Royan, la nave
comenzó a bajar, tanto que parecía que íbamos a cambiar de transporte:
pasaríamos de uno aéreo a otro terrestre, o acuático.
Una ducha mañanera, un desayuno
XXL y a la calle: la ciudad espera. Ámsterdam se abre como un abanico, donde la
Estación Central hace de boleta, el río Amstel de ribete y los canales de
varillas. Las calles parecen constituir una pequeña Torre de Babel, auspiciada
por su propio esperanto: Everybody speaks
English, everybody.
―Ah, españoles―. Una sonrisa se
cierne sobre la cara de los nativos, como queriendo darnos las gracias por
haber expulsado a los judíos que allí ayudaron a crear un rico y próspero país.
Un soplo de aire fresco nos
impulsa por la muy transitada calle Damrak, que desemboca en la plaza Dam, no
sin antes sortear multitud de bicicletas que magistralmente circulan por toda
la ciudad conviviendo sin ninguna dificultad con tranvías, autobuses, muy pocos
coches y con las casi inexistentes motocicletas. ¡Tilín! Personas de todas las
edades se mueven sobre dos ruedas, cabalgando los canales como en una Belle
Époque.
El Palacio Real y el Monumento
a los Caídos en la guerra. Una guerra que volvimos a recordar más tarde en la
casa de Ana Frank, donde por un buen espacio de tiempo nos escondimos.
¡Silencio!, parece pedirse sin que nadie lo diga, los agentes arios amenazan
con encontrarnos en cualquier momento.
Nada mejor para dejar atrás la
nostalgia de un pasado impronunciable que irse al Mercado de las Flores, que te
traslada de la tragedia negra y gris a un colorido que combina a la perfección
con los edificios colindantes.
Con un sol bastante agradable
para pasear por el entramado de calles que componen la ciudad, el tranvía nos
había depositado cerca del Teatro de la Música, que rodeamos para acercarnos a
un enorme mercadillo (¡qué paradójica combinación lingüística!). Al borde del
canal y junto a un puente, Spinoza nos esperaba para hacernos sentir todo ese
libre pensamiento que ayudó a componer el lema de la urbe. Momento perfecto
para la introspección que culmina con un exquisito paseo en barco que muestra
otra visión de la ciudad. Merienda en Vondel Park para recuperar fuerzas.
Paréntesis
viajero. Volendam demuestra que el país sumergido no sólo vive de ambiente selecto. La playa, el
puerto, el pescado rebozado y canales en miniatura para distribuir las
parcelas. A la salida del pueblo divisamos unos molinos de viento. Giré sobre
mi cuerpo y vi un extenso y productivo campo donde unos campesinos recogían la
cosecha. Al intentar acercarme, ellos se alejaban más, difuminándose en el
paisaje. Un paso más cerca y ellos se perdían a kilómetros de distancia. Los
encontramos más tarde comiendo papas, exhaustos por el trabajo, junto a un
jarrón lleno de girasoles y bajo la atenta mirada de una geisha.
De vuelta a la ciudad y después
de disfrutar un gin-tonic en la plaza que Rembrandt vigila, decidimos hacer la
ronda de noche y llegamos a donde la ciudad se oscurece y se enciende. Las
luces rojas se convierten en color púrpura cuando se reflejan en las aguas
perfectamente acanaladas. Se abre el telón y en el Moulin Rouge comienza un
espectáculo de pequeños escenarios que los viandantes disfrutan con el rabillo
del ojo. Cruzamos el puente y la fiesta continuaba al otro lado con más
escenarios de telón corto.
Una vez dimos por concluido el
show, entramos a la Guarida del Perro, un Bulldog para ser exactos.
―Sí, por favor, sírvanos ese.
Silencio y la letra de una
canción llega a la mente: “Entre el humo del local, consigo adivinar el cuerpo
de una mujer…”. Silencio. Allí está la boca de la cueva, la salida.
―¿Estás seguro de que esta es
la calle?
―Que sí. Puf, je je.
―Fíjate, qué casas más
torcidas―. Una mirada a las susodichas sin saber qué responder.
La Naranja Mecánica observa
nuestros pasos de regreso al hotel.
―¿Cuál es nuestra parada, esta
o la siguiente?
―La siguiente.
―Pero, ¿la siguiente es esta o
la siguiente de la siguiente?
―Nos pasamos. Toca el timbre,
que nos salimos de la ciudad.
―Bueno, ahora esperamos al
próximo y nos paramos en la siguiente, ¿verdad?
―Síííí. Ay, ¿esto qué es? Un
supermosquito.
―Coño, ¿esos que están ahí en
el césped no son conejos?
―Ay, sí. Pero, mira, mira, son
dos o tres.
Risas entrecortadas e
incrédulas.
―Esto sumado al supermosquito de
antes hace un abejonejo.
― Estate pendiente, que
perdemos la guagua. ¿Qué es un abejonejo?
―Aparece en un anuncio de
televisión, un tipo de insecto, bueno, o algo así…
―Ahí viene. ¿Te imaginas que sea
el mismo conductor?
Plash, plash. Se abren las
puertas. El mismo conductor.
―Good even… puf ja, ja, ja.
Al entrar al hotel, un good night lo más rápido posible para no
evidenciar. Subimos a la planta equivocada y entre risas y una imaginaria persecución
de unos turistas que creíamos de otro país diferente al nuestro, entramos al
dormitorio de Arles. Uno fue directamente a posarse sobre el edredón amarillo
de la cama y el otro a sentarse en la silla, detrás de la ventana. Nadie nos
seguía. Estábamos a salvo.
―Rueda un poco el televisor, no
veo bien desde aquí.
―Está pegado a la mesa.
―¿Cómo que está pegado a la
mesa? Pues entonces rueda la mesa.
―La mesa también está pegada, y
la butaca, y ¡el cuadro de la pared! Aquí todo está pegado. A ver si te puedes levantar
de la cama…
(El
apuntador avisa para que los actores se rían. Risas.)
Una ducha mañanera, un desayuno
XXL y a la calle: la ciudad espera…
La música fluye por las calles
de forma natural, frente a la Estación Central o bajo la estatua de Rembrandt.
El relativo silencio dentro del ¿inexistente? bullicio aparece desplegado a lo
largo de toda la ciudad. El sonido del tranvía al pasar apenas interrumpe el
sonido del chaval cantando. Parece llevar el ritmo de la canción y hace sonar
su campana a modo de platillo que introduce el estribillo.
Me encanta el tono espontáneo y desenfadado que has dado a la crónica urbanoviajera (esto debe ser un neologismo...). Por cierto Rembrandt es una de mis debilidades pictóricas, la próxima, si quieres un cicerone gratis, me apunto.
ResponderEliminarNo creo que hubiese uno mejor.
ResponderEliminarMira que me reí leyendo la crónica. Lástima ( por no decir otra cosa ) que no haya podido vivir esos momentos y encima me encanta hallelujah... Muy bien cantada por el muchacho.
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