viernes, 26 de mayo de 2017

Sin oficio ni beneficio

Esa maldita manía de observar tengo que cambiarla. Sí, tengo que hacerlo. Y más si lo observado es la gente. No puedo ir todo el tiempo dando explicaciones a todo el mundo de que no es una costumbre dañina en su objetivo, que no tiene un propósito lucrativo ni beneficio personal. No puedo ir haciendo eso todo el rato. No se entendería en la mayoría de las casos y es muy cansino para mí.

Se trata de un acto reflejo, un instinto de observación objetiva motivado por una curiosidad. Como cuando se observa a un gato en la esquina de una huerta intentando cazar a un ratón o a un lagarto. Como cuando prestamos atención a la explicación de un monitor sobre el uso de un aparato en el gimnasio. Como cuando escuchamos y miramos a la azafata la primera vez que nos subimos a un avión y nos muestra las instrucciones de emergencia escenificando cómo ponerse el chaleco salvavidas. 

Así es mi maldita manía.

La verdad es que, generalmente, si se trata de personas, mi mente extrae deducciones de esas "observaciones". Especulaciones, si quieren. Invento por qué están allí; imagino el tipo de relación que tienen con sus parejas; deduzco que van a una consulta médica porque parecen enfermos; supongo que una madre se lleva mal con su hija, que va al lado enfurruñada y toqueteando el móvil... También mi mente recaba información para hacer imitaciones de prototipos de personas en otros contextos (cosa que divierte y me entretiene); o para saber cómo funciona algo al detalle y actuar de forma adecuada ante ese algo (o alguien) cuando sea preciso... En definitiva, genera en mi cabeza realidades que se mezclan con la ficción.

Pero claro, también es verdad que alguna vez estas observaciones me traen algún problema o quebradero de cabeza. Y de ahí parte el caso que les quiero contar.

Hace unos días mi maldita manía me llevó a detenerme en un caso concreto de observación. No, no fue el gato del vecino de enfrente, que tiene repertorio para ello, ni el estilo jerárquico de la vecina al tender la ropa de color, criterio este opuesto al de su marido. No, no fue eso. Tampoco fue la observación del fluido de gente dispar que cruza la sala de espera de un aeropuerto, buscando su puerta de embarque como quien espera una aparición mariana. Ni tampoco la forma que tiene José de colocarse bajo el dintel de la entrada del bar del pueblo: hombro recostado en la pared, cuerpo inclinado hacia un lado, gorra ligera y estratégicamente inclinada hacia adelante, camisa abierta hasta donde termina el esternón y chasquido con la boca reclamando la atención de los viandantes mientras cambia el palillo de posición bucal. Tampoco fue eso.

Había quedado con un amigo en un parque para charlar un rato. La elección de este espacio fue motivada, ya que mi amigo tiene dos niños. De esta forma, podríamos hablar un buen rato mientras los niños jugaban en el columpio.

Pues allí estaba yo, sentado en un banco del parque, un buen rato antes por culpa de otra de mis manías: intentar ser puntual. El margen de maniobra de un padre o una madre se amplifica mucho más y normalmente se produce un retraso en la llegada debido a circunstancias operativas no esperadas. Y este fue un retraso de media hora.

Ya pasados unos diez minutos y, ante el inminente desespero del que espera, mi mente clavó su observación en una niña que jugaba frente a mí, en la zona de arena donde dejan caer los cuerpos los niños que bajan por el tobogán. 


La niña llevaba un trajecito rosa, muy poco apropiado para la ocasión. Su escaso cabello estaba recogido con un turbante haciendo juego con el traje y rematado con una flor de tela por un lado. Evidentemente, no había nada más llamativo por allí. Mientras el resto de niños jugaba por todos lados corriendo de un lado a otro, subiendo y bajando del tobogán o meneando el columpio, la niña se mantenía en la arena, como derrotada tras la dura batalla de los gladiadores.

La pequeña intentaba sentarse en el bordillo de la acera, pero sus movimientos retaban a su equilibrio continuamente y le resultó muy difícil conseguir establecer cierta firmeza. A continuación, una vez instalada en su asiento improvisado, concentró su atención en un fleco que le salía de su traje. Metía un dedo y trataba de alargarlo. Y lo conseguía. Luego echó un vistazo a lo que hacía el resto de niños, pero eso no pareció importarle mucho. Yo miraba a los alrededores para buscar a sus padres y poder manifestarles una sonrisa cómplice, pero no pude identificar quiénes eran estos. Todos parecían entretenidos hablando de sus cosas.

La niña volvió a la carga con el turbante y, en ese momento, me alié con ella en la distancia. A ver si se lo quita, pensé para mis adentros, y tira ese adorno estúpido a la arena. La habilidad esta vez no fue la suficiente y el turbante se quedó a medio camino formando una especie de antifaz. La niña se apuró un momento porque no veía. Quise salir en su ayuda pero, en un movimiento de lo más natural, la niña se revolvió en el suelo, haciendo la croqueta, para quedarse sentada más allá y con su antifaz colocado tras la orejas. La nueva situación era cómoda para ella. No pude más que sonreír y volver a sentarme en el banco.

Una vez más, no me percaté de preocupación alguna por parte de uno de aquellos padres. ¿Dónde demonios estaban? Además de vestir a la niña de aquella forma tan ridícula no estaban atentos a los movimientos peligrosos de su hija. La niña pudo golpearse contra el bordillo varias veces.

Ya con un look diferente, la niña continuó su operación imparable. Había encontrado algo en el suelo, que ella misma consideró comestible. Lo elevó entre sus dedos con la intención de probarlo. Pero, ¿y sus padres?

Cuando se disponía a comérselo, me incorporé preocupado, con la intención de impedir que el organismo desconocido entrara en el cuerpo de aquella niña. Como un resorte despedido, me dirigí hacia donde estaba. Pero justo a dos metros de distancia, un hombre de mi edad me obstaculizó el paso.


—¿Adónde va, caballero? —me preguntó con un tono retador.

—La niña, se va a... —respondí de forma natural.

Mientras, detrás de nosotros un grupo de madres se apelotonaban hablando entre ellas, una enfadada y otras expectantes. Decían cosas inconexas.

—Lleva ya un rato fijándose en la niña, que lo he visto yo.

—¿Quién? ¿Ese? —decía otra señalándome con el dedo.

Una de las madres, comprendí después que era la madre de la niña, instigó al hombre que me había parado. El hombre se vio rodeado de empujes verbales contra mi persona y me agarró por el cuello de la camisa amenazándome. Yo no supe reaccionar, solo defendía mi integridad física. Supongo que fue el instinto de supervivencia.

—¿Quién eres tú? ¿Un asqueroso pedófilo de esos? —me increpaba el hombre mientras le saltaban babas de la boca.

—No, por favor, yo no... —balbuceaba ante tremenda acusación. —La niña se iba a comer un bicho y...

—Un bicho sí se va a comer usted —dijo el hombre levantando el puño derecho y apuntando hacia mi cara.

En esto, un policía local llegó hasta nosotros y ayudó a quitarme las manos de encima de aquel hombre enfurecido. 

—¿Qué pasa aquí? —preguntó el policía, mirando a todos lados.

Muchas madres comenzaron a hablar a la vez y unos padres intentaban pararlas para que se entendiera lo que se decía.

El policía levantó la mano para ordenar el diálogo y se colocó delante de mí, en forma de barrera. Tras oír los argumentos de la madre y el padre de la niña, el policía se giró y me preguntó con la mirada. Yo negué todas aquellas exageradas e inventadas acusaciones hasta que el policía me paró. Se dirigió a la acusación y habló.

—Yo conozco a este hombre. ¿No habrá sido un malentendido?

En esto, un niño se coló entre la gente gritando mi nombre y tirándose a mis brazos. Era el hijo mayor de mi amigo. Lo levanté y lo abracé. Por encima de las cabezas vislumbré a mi amigo, que me preguntaba con la cabeza qué pasaba allí.

La gente quedó un poco desconcertada y yo aproveché para relatar los hechos de la mejor forma. El policía habló con los padres de la niña, quien lloraba desconsolada en los brazos de su madre. Finalmente, los padres de la niña entendieron que todo había sido un error y el grupo se fue disolviendo poco a poco. Los padres no vinieron a disculparse, pero yo no los culpo por ello. La ira, la vergüenza y el arrepentimiento son ángulos de diferentes triángulos.

Cuando pude alcanzar la zona donde estaba mi amigo, él me esperaba con su otro hijo en el brazo. Antes de que me dijera nada, yo ya le estaba diciendo que se callara. Él sonrió.

—No te puedo dejar solo. ¿Qué pasó? —se dispuso mi amigo a escucharme, mientras yo intentaba diferenciar qué parte había sido real y qué parte ficción.