sábado, 28 de mayo de 2016

Ovejas eléctricas por cerditos repletos de dólares

#VerdadOAcción
Arte: mentira que dice la verdad.
Historia del arte: la verdad sobre la mentira.
Estética: la verdad de la mentira.
Filosofía: la verdad.
Eric Jarosinski


El arte se crece en tiempos difíciles. Aparte de su finalidad estética, el arte trata de mostrar y transmitir la realidad (tal cual o deformada, al fin y al cabo da igual) para retratarla, idealizarla, criticarla y también transformarla, tras una reflexión interna individual o de un colectivo humano. Por eso, debemos recurrir a las obras que nos aportan salidas ante situaciones reales adversas.

Estas disquisiciones nos han llevado a la ciencia ficción. Un género un tanto curioso ya que, con el paso del tiempo, sus obras van ganando en su primer apelativo y perdiendo en el segundo. Un género que analiza la realidad apartando su mirada del efecto inmediato que produce la propia existencia. En palabras de Picasso: «El arte es una mentira que nos acerca a la verdad».

De entre toda la producción de este género hemos hecho una revisión del clásico cyberpunk: ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? de Philip K. Dick (1968), y su versión cinematográfica Blade Runner de Ridley Scott (1982).



La película Blade Runner es una obra maestra del cine, un imprescindible del mundo del celuloide. Pero también es verdad que es una pésima adaptación de la obra narrativa original, que es otra auténtica obra de arte. Aunque ambas producciones, literaria y cinematográfica, parten de una visión distópica de la sociedad, la película cambia detalles estructurales y argumentales que terminan transformando la historia en "otra historia".

William Burroughs prestó el título de una de sus novelas para registrar el film, pues en principio se iba a denominar Días peligrosos. Además, fueron modificados los tan recurrentes nombres de los personajes principales de los cazadores de bonificaciones y los androides o andrillos por los más cinematográficos blade runners y replicantes, respectivamente.

Del famoso monólogo del personaje Roy Batty, de gran belleza poética pero extremadamente alabado (lo siento por los adoradores del celuloide) no hay ni rastro en la novela, ni falta que hace (y si apuramos, tampoco en la película). Cuando vamos concluyendo el libro, con el ceño fruncido por culpa del sustrato cinematográfico que subyace en nuestras mentes, nos preguntamos cómo demonios puede encajar aquel recordado texto en el grandioso argumento de esta novela. Esa es la pregunta trampa que nos despista del planteamiento original y fundamental que da título a la obra escrita y en la que se debaten temas tan latentes y universales como la religión, el medioambiente o la lucha continua contra las tiranías y la superioridad de unas clases sobre otras.

Que en el cine transformasen algunos datos básicos de la obra de Dick como el tiempo narrativo externo o el espacio donde se desarrollan los hechos, que no aparezca ese maravilloso instrumento como es la Caja de Ánimos Penfield, o que no se haya explotado la filosofía religiosa del mercerismo, fue algo innecesario. Que tras el éxito de la película, la novela se vendiera bajo el título de Blade Runner es algo imperdonable.



Es por ello que abordamos estas dos grandes obras como separadas. El propio guionista Hampton Fancher declaró en su momento que su escrito era un «guion original basado libremente en la novela de Dick». Es más, Ridley Scott contrató a David Peoples para hacer más cambios en el script ante la negativa de Fancher.

Philip K. Dick, condenado al ostracismo injustamente, pudo catar escenas de la película antes de fallecer. Aun teniendo poca fe en la factoría de Hollywood declaró que «Blade Runner cambiaría la manera de ver las películas». Y así fue. Pero también es verdad que se hubiese divertido mucho viendo como millones de seguidores se han pasado años discerniendo sobre si Rick Deckard (Harrison Ford en la película) es o no un replicante. Una auténtica memez si tenemos en cuenta la obra literaria. Eso sí, no hay duda de que la industria del cine y todo su entorno propagandístico se trabajó el asunto a conciencia, como en tantos otros casos. 

Está claro que con lo que soñaban los productores del celuloide no eran ovejas eléctricas, sino más bien cerditos repletos de dólares.