Posiblemente, antes de subirme a un avión, me
pensaré dos veces dónde sentarme. No puedo dejar que me pase de nuevo lo mismo.
El mayor problema en los vuelos interinsulares es
que el pasajero puede sentarse donde quiera. Aunque parezca todo lo contrario,
esta libertad es un arma de doble filo. No sé si se trata de una excusa o una
decisión fatídica. Lo cierto es que siento una necesidad imperiosa de relatar
lo que me sucedió hace ahora algunos meses, aunque ello tenga para mí la peor
de las consecuencias posibles.
Tres meses hacía ya que estaba ausente de mi isla
natal por motivos de trabajo. Esto nunca supuso un problema para mí, pues
siempre tuve un espíritu aventurero y ahora estaba realizando alguno de
aquellos sueños que tenía sobre viajes.
El caso es que volvía a mi isla después de tanto
tiempo y esto produce siempre una cierta inquietud. Hablo de la vuelta al
origen o a la semilla. Ustedes me entienden.
Creo que el problema empezó desde la mañana, aunque
yo no me di cuenta hasta días después. Había retirado el billete de avión casi
con un mes de antelación para poder escoger un día y horario adecuados, para
poder salir a modo de despedida la noche anterior con los compañeros y poder
dormir hasta las diez de la mañana.
Pues bien, a eso de las ocho menos cuarto de la
mañana mi vecina cubana ya me había despertado de un sueño lujurioso, en los
pocos que navego, que tuve que acabar cuando llegaba a lo mejor. Me había
despertado, decía, con su música caribeña: “¡Luna, luna, luna, sabes que te
quiero!”. ¿Quién coño sería esa Luna de los cojones?
Perdoné a mi vecina unos minutos más tarde porque
recordé quién me alegraba la vista por las mañanas cuando iba a trabajar: aquel
inmenso culo que bajaba la calle de un lado a otro a ritmo de salsa y merengue.
Y con este recuerdo me quedé dormido sin que mis oídos pudieran percatarse de
los campanazos del despertador.
Solamente faltaba una hora para hacer la maleta,
pedir un taxi y llegar al aeropuerto. La cabeza me iba a explotar. La última copa
que nos habíamos tomado la noche anterior bajo la bendición “arriba, abajo, al
centro y pa dentro” había sobrado y ahora estaba pasando factura.
Tiré dos pantalones, cuatro camisas y tres
calzoncillos en la maleta como pude. Metí el billete en el bolsillo del
pantalón mientras llamaba al taxi y le daba mi dirección. No me dio tiempo a
desayunar y al entrar en el taxi tropecé y caí en brazos del taxista como si
fuera su pequeña esposa. Una breve explicación entre suspiros forzados bastó
para que el experto conductor me entendiera y así llegásemos al aeropuerto.
―Vaya, ni un carro libre―. Necesitaba urgentemente
vociferar contra aquellos guiris con caras coloradas sonrientes que se
aglomeraban delante de los mostradores de facturación. Fue con ellos con quienes
me tropecé primero.
―Vaya corriendo a la puerta número 3. El avión
despegará de un momento a otro. Dese prisa.
Corrí como si me persiguiese el mismo diablo y al
pasar por el control policial el guardia civil me dijo con la mano que me
calmara. Le di la tarjeta de embarque a la azafata y entré al avión.
Llegué al aeropuerto de la isla de trasbordo,
dormido, con la cabeza pegada a la ventanilla. Tenía el cuello hecho polvo.
Allí tendría que esperar unos 45 minutos a otro avión que me llevaría por fin a
mi destino.
Cuando fui a sentarme en la sala de espera, sentí un
bulto en el bolsillo de mi chaqueta. Era el libro que había preparado para
hacerme el viaje un poco más agradable. Mientras estuve inmerso en la lectura
me olvidé del dolor de cabeza. Luego me dediqué a uno de mis pasatiempos
favoritos: observar a las personas y las situaciones que crean. Suelo hacerlo
con la mayor discreción posible. ¡Cuánta gente guapa se ve en los aeropuertos!
Pues, aquel día no había el más mínimo rastro de esa gente. Siempre me
entretengo observando a la gente que viaja conmigo: el niño que le pregunta a
la madre si ya nos vamos, la señora con abrigo hasta los pies que no se suelta
del brazo de su marido ni para comerse el bocadillo, el equipo de fútbol que se
suele sentar en la cola del avión como si fuera en la guagua de la excursión
del colegio y que no paran de incordiar durante todo el viaje e, incluso a
veces, una chica con ojos inquietantes que me mira con disimulo de los pies a
la cabeza como con ganas de quitarme la camiseta. Bueno, eso me parece a mí.
Quizá sea yo quien la mire así a ella.
En esta ocasión se presentó ante mis ojos lo que me
pareció una pareja de indigentes. Con sus billetes en las manos se apoyaron en
la columna, enfrente de la pareja de la guardia civil. Se hablaban dando gritos
como si la columna que separaba sus espaldas fuera una pared insonorizada. El
hombre se rascaba la espalda en la columna y, en su balanceo de un lado a otro,
tuvo dos intentos de caerse al suelo. En ese momento pensé que a aquel hombre
le sobraba diariamente la bendición alcohólica con la que me despedí de mis
compañeros la noche anterior. Es curioso, el que hubiera en ese momento alguien
en peores condiciones que yo me hacía sentir mejor.
Preguntaban a todo el mundo por dónde se entraba al
avión. La gente se tapaba con sigilo la nariz cuando se acercaban. Imaginé por
qué.
Después de que nos recordaran varias veces que por
nuestra propia seguridad nos mantuviésemos cerca de nuestros equipajes en todo
momento, nos invitaron a pasar por la puerta 2. No vi entrar a la pareja de
indigentes que había estado formando el alboroto en la sala de espera.
Antes de entrar en el avión vi cómo tiraban mi
frágil maleta contra los otros bultos rígidos y se oyó un chasquido de
cristales rotos. Mi frasco de perfume, pensé. Le eché una de esas miradas al
maletero con la que adjudiqué diversos adjetivos a su pobre familia.
―Buenos días ―la azafata arrastró la ese final como
si fuera a cortarme el paso.
―Hola ―rompí la barrera con mi bolso de mano.
Me coloqué en el primer asiento del morro del avión
porque dicen que es la zona más segura. Nunca he entendido qué quieren decir
con eso.
Cuando todos estábamos colocados en nuestros
asientos, oí unas voces que me resultaban familiares en la cola del avión. Me
giré y vi a la famosa pareja del aeropuerto, la de la columna. La azafata les
indicaba que buscaran un asiento libre y ellos se gritaban para traducirse el
sentido de aquellas indicaciones. La mujer se sentó rápidamente en la cola del
avión. El hombre siguió adelante sin encontrar un sitio libre. Cuando me
acomodé en mi asiento para abrocharme el cinturón, caí en la cuenta de que el
asiento de al lado estaba libre. Mis ojos buscaron desesperadamente al hombre,
que seguía con su torpe paso avanzando. Dios mío, pensé, no me lo puedo creer.
Y miré a los pasajeros más cercanos con cara de pedir ayuda.
La azafata lo acomodó a mi lado como pudo y salió
corriendo a dar las instrucciones de las salidas de emergencia y los chalecos
salvavidas. El hombre se giró, pero no pude saber si su mirada extraviada se
dirigía a mí; apuntaba a varias direcciones. Dio un bufido y la cabeza se le
cayó al otro lado.
La azafata se sentó delante de nosotros para
realizar el despegue. En cuanto se iluminó el indicador salió corriendo de
nuevo para repartir la prensa y las chocolatinas. Todos habían abierto el
regulador de aire a tope. Cualquiera de los mortales que pueblan este planeta
ha sudado alguna vez y sabe cómo huele. Pero pocas personas conocen el olor de
varios días de sudor y sin una ducha desde hace varias semanas. Pues bien, yo
fui uno de esas desafortunadas personas.
En pocos minutos el aire del avión quedó enrarecido.
Pero no estoy diciendo que nos hubiéramos acostumbrado al olor. Eso fue
imposible. El dolor de cabeza me volvía ahora con más fuerza y abrí mi libro
para entregarme a sus páginas salvadoras. Todo fue en vano. Deseaba con todas
mis ganas que aquel aparato aterrizase cuanto antes.
El tipo, aquella especie de Quasimodo maloliente, se
quedó dormido y comenzó a roncar como una bestia. Su cabeza se balanceaba como
una pelota de goma y, a modo de culminación de la faena, se tiró un pedo al que
nunca pensé sobrevivir. Sentí cómo mi cuerpo era poseído por algo que se
apoderaba poco a poco de mí. Comencé a ver a los pasajeros como en un segundo
plano, centrando el primero en aquella masa amorfa y fétida que estaba a mi
lado. Lo coloqué en el centro de mi radar justamente cuando el avión realizaba
la maniobra de aterrizaje. Mis movimientos eran cada vez más lentos. Creo que
eran algo robóticos. No podía permitir que aquellos individuos entraran en mi
pequeña isla así como así. Esa era la directriz que se posó en mi cerebro.
Estábamos en la cinta de equipajes esperando, cuando
vi que el objetivo se dirigió al servicio más cercano. Todo transcurrió en unos
segundos. Atravesar la puerta del baño y machacarle la cabeza contra la pared
fue más fácil de lo que hubiese imaginado nunca. Me lavé las manos y la cara
para exorcizarme y salí a las cintas de nuevo con una tranquilidad pasmosa. Mi
dolor de cabeza había desaparecido. Recogí la maleta y salí donde me esperaba
mi familia. Besos, abrazos y preparados para dirigirnos hacia el coche.
Antes de salir de la terminal del aeropuerto me di
la vuelta hacia las cintas y vi cómo la mujer de Quasimodo daba gritos buscando
a su pareja.
Al día siguiente leí en el periódico que dos
individuos habían sido ingresados en el hospital insular. El varón con un
traumatismo craneoencefálico, la mujer con una crisis nerviosa. El hombre no
recordaba exactamente lo que había sucedido y la policía dictaminó que, a causa
de su embriaguez, se había caído accidentalmente.
Me sentí aliviado y culpable a la vez. Pero él debió
saber que nunca tenía que haberse sentado delante, en la parte más segura del
avión.
Me gusta tu cuento, me gusta. He visualizado ese desenlace con estética tarantiana: la cabeza de malo sangrando como un surtidor, el charco de sangre que se extiende rápidamente hasta asomar bajo la puerta... ¡Me gusta!
ResponderEliminarNo había pensado que tenía una estética con un puntito gore. Cuidado el próximo día en el aeropuerto, no te vayas a resbalar con el charco jeje. Thanks.
ResponderEliminarMuy bueno. El final no lo esperaba así, pero me ha gustado. Lo bueno de conocer al autor de cualquier narración es que te lo imaginas en la situación y todo parece más real y le da ese puntito de autenticidad, (aunque la verdad es que no te imagino machacandole la cabeza). En fin que me he reido mucho, con lo cual me ha gustado.
ResponderEliminarHoy por fin tuve ocasión de leerlo con calma. Me ha sorprendido gratamente. Una vez leí que uno de los ejercicios más difíciles de un escritor es cuando tiene que desenterrar los instintos más primarios. En este sentido lo superas con creces. Espero que pronto nos regales nuevas entregas.
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