miércoles, 4 de junio de 2014

Gilda, tratado de amor y odio

No creo que haya tratado de filosofía o sicología sobre el amor y el odio más pertinente que esta película. Los propios protagonistas hacen dispares definiciones del odio, basadas en el amor, bastante clarificadoras. Ballin Mundson (George Macready), el adinerado y corrupto propietario del casino, advierte a Gilda (Rita Hayworth) de sus sentimientos por Johnny Farrell (Glenn Ford): «El odio puede ser una interesante emoción (…), es tan intenso que se palpa (…) el odio es lo único que me sirve de aviso». Y la propia Gilda se dirige a Johnny de esta forma antes de caer en sus brazos: «El odio es una emoción muy intensa. ¿No lo has notado? Muy intensa. Yo también te odio, de tal modo que… que creo que voy a morir».



Ballin, el que menos se deja arrastrar por los sentimientos de los que hablamos, sabe manejar con cabeza fría la situación. Y así lo demuestra cuando Johnny se revuelve ante la orden de arrancar a Gilda de la pista de baile: “El marido siempre resulta ridículo arrancando a su mujer de los brazos de otro”. Nada más ilustrador y fehaciente.

Interesante el papel secundario del guardarropas Tío Pío (Steven Geray), una especie de conciencia de los retretes o representación humana de Pepito Grillo. Un personaje extraordinario capaz de llamar «paleto» al protagonista y decirle, cuando apaga y enciende un cigarrillo tras otro, cosas como: “Las personas frustradas fuman mucho y esa frustración se debe a la soledad”. Desesperante.

La película sigue esa intensidad de la época. Está plagada de constantes miradas que valen por toda una conversación y de diálogos frenéticos y con ritmo acelerado. Nadie se guarda lo que quiere decir, sin importar las consecuencias.

La desfachatez y la provocación con la que Gilda trata a Johnny, cuando presuntamente se conocen, es motivo o causa para que este le pegue de entrada la famosa bofetada que llega más tarde. Así lo expresa el propio protagonista con su narración en off. ¿La mejor bofetada de la historia? Probablemente. Se palpaba, se estaba viendo venir, se pedía a gritos. Con otros escenarios y diferentes motivos, no sabemos bien por qué, siempre se nos viene a la memoria aquella cruel cascada de golpes que en True Romance (Amor a quemarropa) soporta una también excitante y arrolladora Patricia Arquette de manos del malogrado James Gandolfini, para todos Tony Soprano. El escueto y certero tortazo frente a la horrible e injusta paliza.

En algún momento de nuestra vida todos hemos caído rendidos, aunque fuera de forma efímera, ante los andares de una femme fatale de este tipo, que es capaz de producir terremotos en San Francisco o tempestades en Manhattan. ¿Cómo no iba uno a perder la cabeza la primera vez que ve a una mujer así?




Si salimos de la ficción, que no es más que la verdad absoluta, nada nos atrae ya de ese tipo de mujeres fascinantes. Mujeres que dicen cosas así: «Si yo fuera un rancho, me llamarían Tierra de Nadie». Mujeres que mienten por dignidad ficticia. Que se tragan sus lágrimas para no dar pena. Que crean escenas de celos o son capaces de hacerse pegar con el objetivo de poder controlar los sentimientos del hombre. Que se crecen en las luces y se desvanecen en las sombras.

5 comentarios:

  1. Y a mí que esta película no me dijo gran cosa... Supongo que tendré que darle otra oportunidad algún día.

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  2. Sí, es el momento de revisar los clásicos. Adelante. No te olvides de "contextualizar", je je.

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  3. Que buena pelicula y el comentario "que se crecen en las luces y se desvanecen en las sombras" me encanta, seguramente porque es asquerosamente cierto, jeje.

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  4. Bueno, quizás ese comentario no me costó más que un recuerdo.

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  5. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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