Desde
el 11S, los controles de seguridad de los aeropuertos se
han recrudecido de una forma excepcional. Algunos de estos controles
nos parecen hasta ridículos, pero cuando nos paramos a reflexionar o
dejamos que algún experto nos lo explique, nos pueden resultar muy
necesarios. Si no lo enfocamos desde esta perspectiva, podemos llegar
a sentirnos como delincuentes: nos hacen extender los brazos en cruz,
nos ordenan un morboso deselavuelta que recibimos con total sumisión,
sentimos los tocamientos por todo el cuerpo y un papelito con un
compuesto químico roza obscenamente el bolsillo del pantalón en
dirección a la parte inferior del muslo...
Bien,
pues por ahí en el aeropuerto andaba
yo,
arrastrando el equipaje de mano, dirigiéndome
hacia el control de seguridad.
Una
operaria espera con amabilidad a que pases tu tarjeta de embarque por
la máquina registradora. Luz verde, un buenviaje y al siguiente
paso.
Es
invierno y la gente entra al aeropuerto con una barbaridad de ropa:
chaquetas, jerséis, guantes, bufandas. A esto se le suman los
decoros y joyas como colgantes, relojes, anillos, pulseras...
Delante
de mí, una señora muy elegante bifurca su trayectoria y se pone
justo enfrente, al otro lado de la mesa de bandejas. Allí suelta su
maleta, yo hago lo mismo. Y, como si de una coreografía ensayada se
tratase, comenzamos ambos a quitarnos lo pertinente para cruzar con
éxito el arco detector. Primero la bufanda, luego la chaqueta...
Justo en ese instante, nuestras miradas se cruzan y se genera una
leve y cómplice sonrisa.
Las
luces se atenúan y el telón termina de abrirse. Una suave melodía
complementa la escena y hace que el resto de prendas vayan cayendo
dentro de la bandeja en cámara lenta. Ahora parece que el pelo de
ella se mueva hacia detrás y hacia delante en sintonía con la
música y el cuello de ambos rote por inercia intuitiva.
Bandejas
bajo el brazo, y en nuestra desnudez, nos dirigimos hacia el arco del
triunfo. Los vigilantes de seguridad, haciéndonos el pasillo, nos
invitan sonrientes a pasar a un nuevo espacio, a una especie de sala
íntima. Primero pasa ella, esbelta, con estilo, paso largo y firme.
Cuando me dispongo a seguir aquel movimiento triunfal, me detiene una
mano que
procede de un brazo extendido.
La música se deforma en segundos, rayada en el tocadiscos, y los
focos irrumpen con su haz de luz sobre mis ojos, rompiendo el primer plano.
—Señor,
su cinto. Tiene que pasarlo por el escáner. Vuelva atrás y póngalo
en la bandeja.
—Sí,
pero… —y
señalo torpemente a la espalda de la mujer.
—Tiene
que pasarlo por el escáner —repite
negando con la cabeza el de seguridad, sin dar opción a una respuesta.
Tengo
que volver a la zona de bandejas, pese a mi resistencia interior.
Mientras camino en sentido contrario al arco, giro mi cabeza y veo
cómo mi compañera de intimidades se aleja en sentido contrario a
través del pasillo. Ella también gira su cabeza y, con una
expresión de incredulidad disimulada, comienza a vestirse. Mientras,
yo discuto con el cinto y me pregunto una y otra vez cómo demonios
tenía yo aún el pantalón puesto.
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