Esperaba
a que el semáforo cambiara a verde para los viandantes mientras
curioseaba en el teléfono móvil. Al cruzar la calle con tanta
prisa, tropecé en la acera y mi móvil salió despedido de las manos
unos metros más adelante, como una pastilla de jabón que se escurre
entre los dedos sabiendo que no se va a recuperar pese a los
intentos.
Justo
en ese momento y a mi espalda, un grupo de personas se acercaba
susurrando, portando risitas y comentarios que yo traduje de forma
mecánica como mofas de mi torpe acción. Por supuesto, no me agaché
a recoger mi móvil de inmediato, pues me pareció reconocer la
situación de la típica escena de las duchas en las cárceles. Tal
vez las risas podrían tener otro origen, pero yo reduje toda mi
interpretación a la imagen cinematográfica.
Una
vez que me adelantó el grupo apresuré la recogida, pues el
espectáculo se estaba alargando demasiado y los coches amenazaban
con sus embragues y aceleradores tras las líneas blancas.
Ese
mismo día decidí comprarme un móvil bien grande para que no se me
escapara tan fácilmente de las manos en caso de tropezar. Pero días
más tarde comencé a plantearme que, por obra del demonio, podría
correr el riesgo de que este nuevo aparato también pudiera
desenvolverse y liberarse de mis garras en cualquier momento. Imaginé de nuevo la escena de las duchas y me pareció que el sufrimiento sería mayor.
Ahora
nunca paseo con el móvil en la mano. Lo llevo siempre en el bolsillo
delantero del pantalón, con una doble función.
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