Al subir al avión elegí un asiento ni muy hacia adelante ni muy
hacia detrás (ventaja que tienen los vuelos interinsulares). Tomé el lado de la
ventanilla y, un momento más tarde, una sudadera verde empujaba la maleta de
viaje en el compartimento de arriba, sobre mi cabeza. Era un chico negro de
unos 28 años. No sé por qué digo la edad, en realidad nunca he sido bueno con
esa tarea. ¿No les pasa a ustedes con la gente de otra raza? En un viaje a
Europa me quedé mirando a una japonesa durante un buen rato, intentando
adivinar su edad. Pero cuando ya casi la tenía, su pareja me agredió con su
mirada y yo aparté la mía avergonzado. Iba a explicarle lo que hacía, que solo
era un entrenamiento personal para mejorar mis predicciones, pero por
razones lingüísticas y de tiempo, decidí recular y tomar otra dirección para
perderme.
Una vez instalado en su asiento mi compañero de viaje, nos saludamos y quise entender al oír su acento que no hablaba mi idioma. Recordé mi historia europea y me dispuse a hojear la revista. Una de las azafatas, una chica joven y guapa pero con un estilo que la diferenciaba de otras compañeras, pasó asegurándose de que todo el mundo tuviera el cinturón abrochado. Cuando estaba a la altura de mi compañero, ocupó con su mirada nuestros cuerpos y me pareció que se detuvo algo más en ese momento. Segunda hojeada a la revista, aunque mi cabeza, siempre libre de cualquier mordaza que le intente colocar, se centró en la visión que tendrían las azafatas desde esa perspectiva.
Una vez instalado en su asiento mi compañero de viaje, nos saludamos y quise entender al oír su acento que no hablaba mi idioma. Recordé mi historia europea y me dispuse a hojear la revista. Una de las azafatas, una chica joven y guapa pero con un estilo que la diferenciaba de otras compañeras, pasó asegurándose de que todo el mundo tuviera el cinturón abrochado. Cuando estaba a la altura de mi compañero, ocupó con su mirada nuestros cuerpos y me pareció que se detuvo algo más en ese momento. Segunda hojeada a la revista, aunque mi cabeza, siempre libre de cualquier mordaza que le intente colocar, se centró en la visión que tendrían las azafatas desde esa perspectiva.
Despegamos. En unos minutos ya estaba otra vez la misma azafata con la
chocolatina. Desplegó una sonrisa que no estaba en el guion de la academia y
urdió una estrategia para pasar unos segundos más en nuestros asientos: le
indicó a mi compañero que podía bajar la mesita. Ahora, una ojeada a la revista
para distraerme. No hubo suerte.
Cuando iniciábamos el descenso, la azafata volvía otra vez para
comprobar si teníamos abrochado el cinturón. Pidió a mi compañero que subiera la mesita y lo ayudó con esta tarea. Proyectó la típica mirada de inspección, pero
esta vez se detuvo algo más de lo normal en la zona pélvica de mi acompañante.
La miré y descubrí que se ruborizaba. ¿Un lapsus poco profesional o una
curiosidad tan inocente como la mía? El vuelo no dio para más.
¡Oh, inocente de mí! Pensé que la azafata realizaba el mismo ejercicio del narrador, adivinar su edad...
ResponderEliminarSupongo que el narrador hubiese preferido eso, o no.
ResponderEliminarjajaja, buen relato. Si al final la azafata tambien tratada de adivinar... lo que ella tenía otros intereses.
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
EliminarLa curiosidad es lo que tiene. Que se lo pregunten al gato.
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