Nunca es más fuerte el hombre que cuando es niño. Durante
esos cortos años de la infancia da muestras de una resistencia y una capacidad
de aguante como Dios nunca volverá a otorgarle en lo que le resta de vida. Los
niños lo soportan todo. Superan cualquier obstáculo
La descripción en una novela de un asesino degollando sin
inmutarse a su víctima o arrancando sus extremidades mientras brota la sangre para
dar un golpe efectista terrorífico, no me inquieta lo más mínimo. Todo cambia
si el niño protagonista le revela lo siguiente a un mayor: «El señor Powell me
da miedo. Me asusta más que la oscuridad o los truenos o cuando miro a través
de la pequeña burbuja del cristal de la ventana en el vestíbulo del piso de
arriba y todo lo que hay fuera se estira y tuerce el cuello. (…) Preferiría que
me azotara a que me preguntara, porque el dolor de los azotes solo dura un rato
mientras que las preguntas no cesan por siempre jamás, amén». Entonces la cosa
cambia.
Los sombreros viejos, los zapatos viejos y los vestidos
viejos adoptan siempre la postura, la forma y el volumen del cuerpo humano que
los llevó una vez
La obra sumerge perfectamente al lector en un entorno hostil para la vida humana. Son los tiempos de la Gran Depresión, tiempos en los que la
miel y la leche no manan en ningún lugar. Los niños juegan sobre la
hierba, que se nos antoja grisácea, cantando una terrible canción:
¡Cuelga, cuelga, ahorcado!
¡Mirad lo que hizo el verdugo!
¡Cuelga, cuelga, ahorcado!
¡Mirad cómo se balancea el ladrón!
¡Cuelga, cuelga, ahorcado!
Mi canción ha terminado
La noche del cazador es una impresionante novela de 1953 de
un desconocido Davis Grubb inspirada en un cuento infantil norteamericano. Se
trata de una vieja idea maniquea relatada en forma de fábula: Amor/Odio
(Love/Hate). Nota: Por favor, no la relacionen con la perversión del lema que
supuso aquella horrible serie de televisión hace pocos años.
El personaje central es Harry Powell, un predicador, un
falso hombre de Dios, un perseguidor, un cazador, que lleva tatuado en sus
manos esas palabras, símbolos del bien y el mal. Nadie mejor que Robert Mitchum
para transmitir ese terror en la gran pantalla dos años más tarde, aunque su
doblaje al castellano se muestre a veces un tanto ridículo. Un parecido rol le
tocó desempeñar en 1962 en El cabo del miedo, cinta de la que tristemente hoy
solo se va recordando la paródica apelación ¡Abogaaadoooo! que un humorista
español extrajo del muy aceptable remake de 1991. Mitchum dejaba claro que ese tipo
de papel lo bordaría siempre que se lo propusiese. Tanto que es probable que se
dedicara el resto de su vida a interpretar este personaje, a "su" personaje.
John, el hijo de Ben Harper (una coincidencia homónima y
musical), es el blanco de su persecución y el motivo es uno de los fatales enemigos
de las sociedades justas: el dinero. El pobre chaval no sabe si esas “manos tatuadas
con palabras antagónicas” están de su parte o de los “hombres de azul” que dirigieron
a su padre a la horca. Como el propio autor deja plasmado en su libro, estamos
ante un auténtico “averno de iniquidad”.
La
película fue dirigida por un monstruo de la interpretación, Charles Laughton,
al que siempre recordaremos por sus encomiables papeles en Testigo de cargo, La
vida privada de Enrique VIII o como Graco en Espartaco. Aunque logró filmar el
miedo, fue un estrepitoso fracaso de taquilla y no volvió a dirigir
nunca más. Pasado el tiempo, el asunto se ve distinto y hoy en día es considerada
una película de culto.
Miguel Ángel Palomo
escribió para el diario El País que no sólo es “un clásico fundamental e inimitable; es también el más
perverso cuento de hadas de las historia del cine”. Aun estando de acuerdo con esta
afirmación, la novela supera enormemente todo lo que la gran pantalla presenta.
Su lectura ensancha paulatinamente la oquedad en la que están instalados los
ojos y obliga a pasar las páginas con mucho cuidado, como si aguardasen detrás
las más horripilantes escenas. Se corría un riesgo, pero era inevitable su
versión cinematográfica. El mismo Grubb era consciente de ello: “Es un
caso lo bastante triste para tentar al cine”, dice uno de sus personajes al ver
alejarse a Willa Harper, la viuda de Ben.
¿Es Dios uno de ellos? ¿Está Dios de parte
de los dedos con nombres que son letras como las letras que hay en el reloj del
escaparate de la señorita Cunningham?
Testigo de Cargo es la mejor película del mundo. A mí, Robert Mitchum me recordaba a abuelo.
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ResponderEliminarNo quería morirme sin estampar dos letras en este afamado blog. Libro leído y película vistas gracias a un agradable y bien acompañado picoteo en la avenida de los balcones. El libro es una buena obra; recomiendo su lectura. La película también “se debe” visionar. Algunos pasajes del libro están bien escenificados, no todos. Curiosa representación del paso del tiempo yendo río abajo, mientras se visionan todo tipo de animalitos viendo pasar el esquife con los niños dentro. Los alaridos de Mitchum cuando le disparan tampoco tienen desperdicio. Los niños lo soportan todo; pero nunca lo olvidan; creo. Pues eso.
No hay nada mejor que tener amigos para que te suban el ego de vez en cuando: "afamado blog". Afamado no, pero que lo hago con mucho gusto, desde luego. Sigue pasándote por aquí cuando quieras. Aunque sea para mirar de qué va la cosa. Si no te gusta, no lo leas.
ResponderEliminarMe gustó mucho compartir contigo esta obra maestra, literaria y cinematográfica. Espero que siga siendo así.
Gracias.
Buenísimo el libro. Te mantiene en tensión todo el tiempo, te exaspera al ver la ceguera y el fanatismo de algunos de los personajes y te hace sentir la necesidad de proteger a ese niño. Me encantó. A ver la película ahora...
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