El príncipe inclina el cuerpo y adelanta
la cara. El sapo está justo frente a él. La papada se le hincha y deshincha sin
cesar. Ahora que lo ve tan de cerca siente que lo invade el asco. Pero no tarda
en reponerse y acercar los labios al morro del anfibio. Le da el esperado beso,
pero no pasa nada. Vaya, piensa, seguro que no lo he besado con suficiente
convencimiento, es tan repugnante. Un nuevo
intento. Ahora sí que llega la esperada metamorfosis, aunque el sapo hace lo
posible por resistirse.
Allí estaba aquella supuesta princesa
que esperaba. Pero desde el momento en que abrió la boca le pareció otra más,
nada diferente. Además, estaba vestida como las otras, como todas. La tiró al
suelo con su pierna izquierda y con su rabia.
En solo unos instantes el príncipe sintió cómo su brazo verdoso se le reducía y vio cómo se le caía algún diente, a la vez que iba menguando su cuerpo. Ahora lo estaba viendo todo muy distinto y en un momento dejó de pensar y solo pudo decir: “¡Croac!”.
En solo unos instantes el príncipe sintió cómo su brazo verdoso se le reducía y vio cómo se le caía algún diente, a la vez que iba menguando su cuerpo. Ahora lo estaba viendo todo muy distinto y en un momento dejó de pensar y solo pudo decir: “¡Croac!”.
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