Sábado. La calle
estaba poblada por la muchedumbre más selecta para la hora del día. El cálido
ambiente primaveral invitaba a sentir el calorcillo directo en la piel más
lívida. Él, sentado a la mesa de una terraza de una casa surrealista, esperando
la compañía para arrancar con un gin-tonic. El escenario era perfecto para este
tipo de encuentro.
Mientras comprobaba
telefónicamente que hacia allí se dirigían los invitados a tomar el aperitivo
mañanero, levantó la cabeza, como si alguien le hubiese avisado o algo se lo
hubiese señalado. Y, tras descubrir una imagen vaga entrecortada por un
paraguas de terraza, se reveló la escena nítida, como emergiendo del fondo
marino, sin previo aviso, una aparición mariana. Ella, de perfil, cruzaba
delante de él en segundo término, tras un acompañante, al que él no quiso en
primera instancia darle importancia. La primera reacción de él fue levantar tímidamente
un poco la mano para saludar, pero la imagen se desvanecía y alejaba poco a
poco con la quietud de él y el distanciamiento de ella. La, de él; el, de ella:
qué curioso, pensó más tarde.
Entre tanto, la
conversación telefónica quedó suspendida.
¿Lo habría visto
y no lo habría saludado? De forma súbita, se le antojó que sí, se llenó de exasperación
y no pudo más que sentir desprecio hacia él mismo. ¡Qué mediocre pensamiento! Probablemente
ella no lo había visto y por eso no se produjo el encuentro.
Con esta última
idea se quedó, tratándose de ella era la que creía más verosímil. El resto de
ideas no eran propias de su persona. Definitivamente era la más objetiva, sin
teñir por los irrespetuosos celos de la bajeza humana. Se sintió peor por traer
a su cabeza aquellos iniciales y viles pensamientos que no venían a cuento.
Su cola de
caballo, sus pantalones negros ajustados y sus botas marrones de tacón alto la
presentaban como una esbelta figura, clásica, helénica. El paso era firme,
seguro, rebosante de orgullo y tranquilidad. Su brazo se movió en ese instante
por la espalda de su acompañante, lo que él interpretó por un momento como un
insulto a su presencia. ¡Otro mediocre pensamiento! Probablemente, solo había
sido una respuesta educada hacia su contertulio viandante.
Calle
abajo, los protagonistas se difuminaban en el espacio, haciendo mutis, como cuadro
pintado bajo el velo surrealista. Finalmente, él se bajó de las puntillas de
los pies, a las que se había subido sin darse cuenta para alcanzarla con la
vista. Ahora, calmado, sintió felicidad por ella y tristeza por no haber podido
abrazarla y transmitirle su satisfacción.
Bueno y transparente. Qué bien se te ve a través de este relato...
ResponderEliminar¿Perdón?
ResponderEliminar"La, de él; el, de ella: qué curioso, pensó más tarde" ¡Me encanta!
ResponderEliminarPor otro lado, esos "mediocres pensamientos" parecen más propios de una mujer que de un hombre...¿comentario machista? ¿¿¿¿???? Esa manía de las mujeres ¿o de todos? de darle mil vueltas a las cosas...
Sí, cosas de las bajezas humanas que no tienen que ver con el sexo en este caso.
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