lunes, 25 de enero de 2016

Un bálsamo que sana y fortalece

La música tiene la capacidad de elevarse a las alturas profundizando en el espíritu del ser humano y expresar sus hallazgos con un atractivo universal
Tim Blanning

De todas las artes, la música es la de mayor poder global en el mundo actual, la que ostenta la supremacía cultural. Pero, ¿qué debe poseer un músico, una banda, para triunfar con su arte? Hablamos de un triunfo en el sentido de trascendencia, de una confirmación temporal de ese triunfo, y no del éxito momentáneo. El triunfo no es el éxito, que es normalmente efímero. El triunfo de la música significa la instalación en el corpus mental y emocional del pueblo. Según el prestigioso profesor Tim Blanning*, para garantizar el triunfo de la música deben coincidir cinco elementos esenciales: la categoría (del artista), el propósito, los lugares y espacio, la tecnología y la liberación.

Hasta el siglo XVIII, los músicos eran esclavos y sirvientes. Ni Händel ni Haydn se liberaron de esta lacra hasta que marchan a Londres, capital de la música por aquella época. Mozart tuvo prestigio, pero hasta que no llega la figura de Beethoven los músicos no conocen la fama. Ya en el siglo XIX Rossini fue un auténtico ídolo de masas, el primer músico famoso de la historia. Paganini sumó a estas características su virtuosismo y una leyenda. Como relata Blanning, "circulaba el rumor de que había perfeccionado su técnica durante los 20 años pasados en la cárcel por asesinar a su amante, e incluso no faltaban quienes decían que la cuerda de sol de su violín estaba hecha con parte del intestino de la difunta". El público de la época pensaba que había vendido su alma al diablo: nadie podía tocar tan bien sin una ayuda sobrenatural. Creaba expectación haciendo esperar al público. Cuando salía al escenario, lo hacía con tres cuerdas rotas y ejecutaba con una sola cualquier pieza magistralmente. Poseía un irresistible atractivo sexual y las mujeres hacían esfuerzos en vano para no perder sus prendas íntimas bajo el escenario. Tamaña combinación de arte y artificio creó una imagen de un enorme poder, una auténtica estrella del rock.



Su sucesor fue Liszt, esta vez al piano. Sus conquistas femeninas dentro de la aristocracia europea fueron muy sonadas, algo que le hizo merecedor del odio en el ámbito masculino. La lisztomanía creó el primer fenómeno fan de la historia de la música: el público femenino gritaba excitado cuando salía al escenario, algo que no pudo ni verse ni oírse hasta un siglo más tarde con la beatlemanía. Con él, el músico dejó de ser sirviente para ser el amo.

Con Wagner se produjo el distanciamiento entre el músico y el público. Se buscaba un nivel tan alto que parecía que los músicos componían para otros músicos. Si bien es verdad que a mediados del siglo XVIII, "la formación de un público musical había avanzado hasta tal punto de que este empezó a ejercer una influencia cada vez mayor en la categoría tanto de la música como de los músicos".

El concierto público como máxima expresión institucional de la música se consolidó en el siglo XVIII. En los albores del XIX se había convertido en el principal medio de la música: pagar para ver y escuchar tiene un origen hasta cierto punto reciente. Hasta ese siglo no se reconoció a ningún músico como personaje importante en la sociedad, espacio reservado para artistas de otras especialidades. Ya en el siglo XX esto empezó a cambiar, sobre todo en la música popular. De hecho, en el Reino Unido, y a partir de la década de los 60, se convirtió en una tradición darles nombramientos honoríficos a los músicos, incluso más que a otros artistas de diferente ámbito. Son los casos de Bob Geldof, Paul McCartney, Elton John, Mick Jagger o Tom Jones. Fue en tierras británicas donde por primera vez se dieron cuenta del poder de los músicos en la sociedad y fue allí donde los políticos se rifaron a los Beatles como estandarte en sus campañas para atraer votantes. Las visitas a Downing Street de Bono o Noel Gallager, los eventos como el Live Aid de Bob Geldof y la actuación política del líder de U2 en Little Rock en 2004 son grandes muestras de triunfos musicales.



La música abraza el corazón herido con manos curativas y derrama en él un bálsamo que sana y fortalece
Carl Friederich Zelter

Los propósitos de la música son variados: poder, dinero, placer, redención o entretenimiento. La música siempre estuvo relacionada con la religión, pues esta era (y es) quien ostentaba el poder en muchos entornos. Con un propósito religioso o de redención se concebirían grandes obras como la Pasión según San Mateo de Bach o el Mesías de Händel. La música llegó tarde a la emotividad, la introspección, la autoexpresión, la originalidad, el culto al genio y la sacralización que surgen con el Romanticismo, pero fue el arte que mejor se instaló en este movimiento revolucionario, porque es el arte que mejor se percibe por los sentidos. A partir de Wagner, los dedicados a la música clásica "aceptarían como axioma la necesidad de crear música sincera, expresiva, espontánea, individual y, sobre todo, original". La música se había sacralizado y ya era de todos.

Aparte de la música clásica (diremos mejor, culta) hay dos géneros que demuestran que la música es el arte más romántico: el jazz y el rock. El jazz con figuras como Louis Armstrong, Duke Ellington o John Coltrane y su obra maestra A Love Supreme; el rock, que había nacido en los 60 de sus padres el rock 'n' roll y el blues, con nombres de la talla de The Beatles, The Animals, Yardbirds, Rolling Stones, los Cream de Eric Clapton o la canción protesta, más tarde electrificada, de Bob Dylan. Todos ellos contribuyeron a "la capacidad perdurable de la música para llegar a incalculables millones de personas y no solo para entretenerlas, sino también para estimularlas, elevarlas y, tal vez, incluso redimirlas". Pese a su fama o éxito, el pop no posee estos propósitos de redención, pues se trata de una música, normalmente, efímera, excesivamente hedonista y superficial, una música pasajera que centra su objetivo en el puro entretenimiento. Los Beatles no hacen su mejor música hasta después del encuentro con Bob Dylan, después de dejar atrás el ¡Yeah, Yeah, Yeah! y ponerse en manos de los "poderes artísticos" que les proporcionan la marihuana o el LSD. Todos los propósitos de la música se concentraron en ellos desde ese momento.

Los espacios donde se muestra la música también suponen un elemento importante. Durante los siglos XVIII, XIX y parte del XX la música se mostraba para la aristocracia en las iglesias y en los grandiosos teatros de ópera que se fueron construyendo; para el pueblo, la música se mostraba en las tabernas. Con el incremento de la clase obrera en la segunda mitad del siglo XIX, estas tabernas fueron transformándose en otro tipo de espacios que darían como consecuencia el music hall. Así es como los menos pudientes consiguieron deleitarse con estos espectáculos, que más tarde atraerían también a los más adinerados. Por otro lado, justo antes de que acabara el siglo XIX, apareció un nuevo espacio que cambió la forma de emitir y recibir la música: el cine. Al principio, el asunto se limitaba a integrar extractos de piezas clásicas a las imágenes. Más tarde, fueron piezas compuestas exclusivamente para este nuevo arte: la banda sonora. Tanto se integró que hoy sería casi imposible imaginar una película sin la existencia del recurso musical. Pensemos en lo incompleto que sería el género en obras como El último mohicano, La guerra de las galaxias, El Señor de los anillos, Piratas del Caribe o Titanic. ¿El arte dentro de otra arte? El cine parecía poner punto y final a los espacios para la música. Pero no fue así. Pronto llegarían la radio y la televisión y se pasó del espectáculo compartido al espectáculo personal, apoyado por la nuevas tecnologías que irían surgiendo: la casete y el walkman, el mp3 y el iPod... Pero no por eso los espacios públicos se extinguieron. Al contrario, se centraron en ser más gigantescos. Todo comienza con el concierto que los Beatles dan en el Shea Stadium de Nueva York en 1965 ante 55600 espectadores, el primer concierto multitudinario de la historia y que descubre la máquina de hacer dinero con este tipo de eventos. Las catedrales de antaño mutan a estadios en los que se celebran conciertos de rock: la música es la religión del pueblo.

En cuanto a la tecnología, la idea de mejorar los instrumentos y el sonido que producen está patente desde el primer momento, como en el caso del primitivo clavicémbalo que se metamorfoseó en pianoforte. La creación de nuevos instrumentos como el oboe, el fagot, el clarinete, la trompa o el violonchelo a finales del siglo XVII y comienzos del XVIII, el saxo y la tuba en el XIX, o la guitarra eléctrica en el XX, fueron conformando y regenerando los recitales públicos. Estos instrumentos se abarataron con el tiempo y el pueblo pudo adquirirlos: por primera vez cualquier "humano ordinario" podía hacer música sin necesidad de saber cantar.

Pero si hay algo que tecnológicamente ha avanzado es la grabación. De aquel rudimentario fonógrafo inventado por Thomas Edison en 1878 y aquellas antiguas y nostálgicas producciones con ruido de fondo, hemos pasado a grabaciones de un resultado exquisito. A partir de entonces todo el mundo puede escuchar música.

La radio fue la que dio el empuje definitivo a esas grabaciones. O más bien deberíamos enfocarlo de otra forma: fueron esas grabaciones musicales las que impulsaron el auge de la radio. Algo parecido sucedió con la televisión. Al sonido se le sumaban las imágenes, que con el tiempo inmortalizaría la MTV, aunque esta solo emita ahora de todo menos música. Parecía que el video killed the radio star, pero no ha sido así. Las discotecas, surgidas en los años 60, se unieron a la radio y a la televisión para crear la máxima expresión de la ubicuidad de la música en el siglo XX. Con el tiempo, el vinilo dio paso a la casete, al walkman, al disco compacto y al mp3, y la forma colectiva de escuchar música cambió. Es increíble cómo, con un simple deslizamiento del dedo sobre la pantalla del teléfono móvil, la música, cualquier música, empieza a sonar: "sean cuales sean los avances tecnológicos que haya en el futuro, el arte que más probablemente se beneficiará de ellos será la música".

Sí, es cierto, la música está al alcance de todos. Sus características actuales de accesibilidad, portabilidad, diversidad y ubicuidad lo hacen posible. Pero también han hecho que la forma actual de escucharla ponga en duda su triunfo. Pese a que la tecnología haya avanzado, el uso indiscriminado de soportes inadecuados para el acto sagrado de escuchar música ha pervertido su finalidad, lo ha cambiado. No hay correspondencia directa entre tecnología y calidad: la música es escuchada por más público que nunca; sin embargo, una gran  parte de esa multitud no la escucha en el soporte apropiado y este hecho pone en peligro su triunfo.

La música es un elemento de liberación, ha sido y es el orgullo de los pueblos, la forma con la que se expresa el sentimiento de lo propio. Los nacionalismos del siglo XIX tiraron de la música para exaltar las tierras que pisaban sus habitantes y conocieron la fuerza que emanaba. Numerosos hechos constatados dan fe de ello: los himnos cantados por el ejército prusiano de Federico II el Grande lograba victorias extraordinarias sobre las tropas austriacas, aunque estas fueran muy superior en número. Todas las grandes naciones se esforzaban por tener mejor música que sus vecinos. Y es en este momento cuando surgen los himnos, una forma de bandera y símbolo. El poder musical era inversamente proporcional al poder militar y económico.

La Marsellesa es el himno más destacado de la historia en este sentido. Con ella se liberó al pueblo francés del absolutismo, aunque con ella también se cortaron cabezas (culpables e inocentes) y, en la actualidad y en su nombre, se bombardean pueblos y ciudades de Siria tras la masacre perpetrada por los terroristas en París. Sin duda, es el himno nacional más sangriento que se haya escrito nunca. Su lenguaje combina perfectamente un sentido de la rectitud absoluta con una paranoia violenta, un himno sin rival hasta que la Internacional Socialista adquirió popularidad a finales del siglo XIX. Quedémonos aquí con el uso dado a este himno como liberación de un pueblo oprimido, tal como lo reflejó magistralmente Michael Curtiz en una de las mejores películas de la historia. Con el consentimiento de Rick, la Marsellesa fue dirigida espiritualmente por Victor Lazlo para aplastar a la alemana Die Wacht am Rhein. Sencillamente, emocionante.



Desde los inicios del siglo XX en EEUU ("el país de las libertades"), la raza negra ha luchado por una integración que se les había negado desde siempre. Y fue la música su única forma de protesta en un principio, su mejor aliado, la que abrió la puerta a todos los movimientos sociales posteriores. Fue esta música de la que hablaba Duke Ellington cuando expresaba que "la de los negros es la voz creativa de América, es la América creativa y el día en el que el primer pobre esclavo llegó a sus costas fue un día afortunado para América". Durante muchos años en el continente americano la música se dividió en música negra y blanca, la vieja y testaruda visión maniquea. Pero fue la propia música, una vez más, el arte más luchador para acabar con la segregación racial y romper las barreras entre ambas razas. Los blancos americanos no tuvieron más que rendirse a la supremacía artística negra que, con el jazz y el blues (el rhythm and blues), encandilaban a todo el mundo. A partir de ahí, las consecuencias fueron inevitables: el country blanco y el rhythm and blues negro se casaron y nació el rock ´n´roll, ese "peligroso" hijo mestizo que ejerció de afrodisíaco sexual.

En los 60, el soul fue la voz de los derechos civiles. Las canciones de Aretha Franklin como Respect o el Say it loud -I'm black and I'm proud de James Brown se convirtieron en auténticos himnos abiertos, la banda sonora con la que Martin Luther King nos habló de su sueño, un sueño que se enfocó de manera distinta en los 70 y 80 con la llegada del hip-hop y el rap.

El mundo de la política ha querido, torpemente, atraerse esta fórmula para sus discutibles fines. Aquella ñoña adaptación de 1987 en campaña europea que la entonces Alianza Popular hizo de The Final Countdown de Europe, el éxito rockero del momento, horrorizó a todos los fieles seguidores de los suecos. Más recientemente, el actual candidato republicano Donald Trump subió al escenario mientras se escuchaba el It´s the End of the World as We Know It (and I Feel) de REM sin el consentimiento de la banda. Al enterarse sus creadores lo mandaron literalmente a la mierda. No contento con ello, el candidato intentó que sonara en su campaña el Dream On de Aerosmith y el himno de Neil Young Rockin' In The Free World. Ambas respuestas fueron negativas. ¿Como iba a acceder el viejo rockero a prestar una canción que habla de un mundo libre a un tipo que defiende que el mundo sería mejor con Sadam Hussein y Gadafi? Pero su empeño no decayó. Tenía claro que en su campaña tenía que sonar un clásico del rock, y lo consiguió finalmente: los Twister Sister han cedido su We´re Not Gonna Take It. (No comment).

Nos resulta imposible no ver la correlación entre música y sexualidad, porque, al ser tan increíblemente rítmica, la música está muy correlacionada con la sexualidad y con el ritmo de esta, y con el ritmo del corazón al latir y con los movimientos del coito, y con el modo en que te hace sentir cuando la oyes. Intentamos que nuestra música provoque una erección
Flea, bajista de Red Hot Chili Peppers

Desde muy pronto la sexualidad estuvo expresada por la música en todos los géneros en que intervenía, desde la ópera hasta el cine, aunque inicialmente no fuera tan explícito. En el siglo XX, el camino iniciado por el rhythm and blues, lo continuó el rock 'n' roll, el género que mejor se desprendió de todo tabú para mostrarse, desde su propia denominación, con una sexualidad implícita y explícita: Elvis Presley, David Bowie, Mick Jagger, Robert Plant, Roger Daltrey... Los sociólogos Simon Firth y Angela McRobbie aseguran que "de todos los géneros de masas, el rock es el más interesado explícitamente en la manifestación de la sexualidad". Hasta el mismísimo George Bernard Shaw acuñó desde un primer momento una definición de rock 'n' roll que aún parece seguir vigente: "Es la expresión vertical de un deseo horizontal legitimado por la música".

De la petición de autógrafos en los 50 se pasó a la formación de groupies en los 60, cuyo objetivo era ofrecer todos los servicios sexuales a sus héroes. Aquel chaval llamado Eric Patrick (Clapton) que pasaba totalmente inadvertido en el instituto, tomó una guitarra, formó una banda y todas las chicas quisieron echarse la siesta con él. Otros, como David Lee Roth, se sumaron al negocio de la música para ver cumplidas sus fantasías sexuales. Estos últimos, normalmente, se vieron engullidos por sus propios egos tiempo más tarde.

La llegada de la liberación homosexual fue acompañada de forma espléndida por la música. El andrógino y tristemente desaparecido David Bowie, abiertamente bisexual, abrió la Caja de Pandora de esta justa liberación y se convirtió en el mayor icono de los 70 de otras expresiones sexuales. En los 80 Elton John continuó a su manera la lucha por esta apertura. Una vez más, fue el rock el género musical que abría sus puertas de par en par a lo desconocido, quien se arriesgaba a ofrecer cobijo a los necesitados, sin conocer muy bien las consecuencias.

1992 fue el año del homenaje al icono más grande que haya tenido la música contemporánea: Freddie Mercury. Aquel día los 72000 espectadores de Wembley, más los 500 millones de personas que lo vieron en directo a través de sus pantallas, convirtieron al cantante en un mártir y fue canonizado por las musas en un acto de redención colectiva.



El hombre que no posee música en sí ni se siente movido por el concierto de dulces sonidos es muy apto para traiciones, estratagemas y rapiñas; los movimientos de su espíritu son más negros que la noche y oscuras como el Erebo sus inclinaciones: no hay que fiarse de él. Sigue la música
William Shakespeare, El mercader de Venecia
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*Blanning, Tim, El triunfo de la música. Los compositores, los intérpretes y el público desde 1700 hasta la actualidad, Ed. El Acantilado, Barcelona, 2011.