martes, 29 de julio de 2014

Buñuel y su último suspiro

La imaginación es nuestro primer privilegio. Inexplicable como el azar que la provoca
L. Buñuel




Contaba su hermana que Buñuel salió una vez disfrazado en un festival de la escuela, blandiendo unas tijeras y cantando: «Con estas tijeras y mi espada y mis ganas de cortar, me voy a España a armar una verdadera revolución». ¿No podemos considerar esto una auténtica profecía?

Mi interés por Buñuel lo despertó un peculiar profesor universitario que decidió proyectarnos El ángel exterminador para hacernos ver en imágenes lo que expresan las palabras en los textos surrealistas. Sus películas han ido desfilando por la pantalla de mi casa desde entonces.

Buñuel nunca tuvo intención alguna de escribir una autobiografía. Pero Jean-Claude Carrière, su mano derecha en el cine durante más de veinte años, se empeñó en recoger los recuerdos del aragonés entre rodaje y rodaje. Buñuel accedió a que su gran amigo le ayudara a publicar esos recuerdos un año antes de su muerte en Mi último suspiro, pero dejó bien claro sus intenciones: «Mis errores y mis dudas forman parte de mí tanto como mis certidumbres. Como no soy historiador, no me he ayudado de notas ni de libros y, de todos modos, el retrato que presento es el mío, con mis convicciones, mis vacilaciones, mis reiteraciones y mis lagunas, con mis verdades y mis mentiras, en una palabra: mi memoria».

La vida de este genial artista se lee como una novela. Es pura literatura y cine a la vez. De su cosmovisión podemos extraer todo un tratado sobre la vida, y también de la muerte. Que nazca con el siglo XX y muera con este agonizando, que conociera a grandes personalidades o fuera amigo de muchas de ellas como Lorca, Dalí, Unamuno, Magritte, Epstein, Primo de Rivera, Alfonso XIII, Salinas, Valle-Inclán, Ortega y Gasset, Gómez de la Serna, Borges, Ramón y Cajal, Juan Negrín, Crevel, Unik, M. Schultz, L. Aragon, Man Ray, Tristan Tzara, Max Ernst, André Breton, Tanguy, Santiago Carrillo, Saint-Exupéry, Lévy-Strauss, George Cukor, Hitchcock, John Ford, Fritz Lang (su inspiración) o Woody Allen entre otros, permite que su biografía se convierta en un relato de la historia del propio siglo.

Buñuel era hijo de un indiano acaudalado, pero siempre se interesó por la clase baja. No era hombre de obras sociales, su aportación la hizo desde donde mejor supo: el cine: «Siempre me ha parecido más atractiva la idea de incendiar un museo que la de abrir un centro cultural o fundar un hospital». Se ayudó del séptimo arte para  mostrar lo que en su juventud vivió, vio, sintió, soñó e interpretó en una España que aún vivía en la Edad Media. La muerte, la  fe y el sexo fueron conceptos que se confundieron desde temprana edad y nunca dejarían de acompañarlo. A ellos se unieron más tarde sus «placeres de aquí abajo», a saber,  el amor precedido del alcohol y seguido del tabaco:  «Los placeres, siempre deseados, se saboreaban mejor cuando podía uno satisfacerlos. Los obstáculos aumentaban el gozo». Pero, averigüen cuál se le daba mejor.

Es muy gratificante conocer de primera mano el encuentro en la Residencia de Estudiantes entre Buñuel, el  «aragonés tosco»,  Lorca, el «andaluz refinado» y Dalí, el tímido pero insolente, extravagante y provocador. Su vida no hubiese sido igual si no hubiese conocido a estos grandes de la cultura española. Allí se le reveló todo un mundo nuevo al que él mismo contribuyó sin mayor esfuerzo.  El momento en que le estampa a Federico sin inmutarse «¿Es verdad que eres maricón?» no tiene precio. ¿Los enfados duran para siempre o a veces duran lo que tarda en derretirse el hielo en una copa de ron?



Pero una España medieval seguida de una España sumida en un «odio irracional, brotado de un recoveco oscuro del inconsciente», no era el escenario adecuado para el desarrollo de su genialidad. Francia y su otra patria, México, se beneficiarían de su arte en primera fila, aunque Hollywood intentase seducirlo a golpe de talonario, as usual. La industria americana no comulgaba en absoluto con sus deseos y sus palabras hicieron temblar la reputación del mismísimo Oscar por culpa de una broma muy buñuelesca. Los americanos se sentían atraídos por lo que mostraba en sus películas, aunque no entendían una sola palabra, una sola imagen.

El interés de Buñuel por los sueños y la ensoñación, esencia de los surrealistas, tampoco fue entendido por la crítica. El artista nunca dejó de asombrarse al verse sicoanalizado a través de sus obras. Idiotas. ¿No comprenden que los sueños son inspiraciones y no perversiones? ¿No comprenden que los sueños solo existen por el recuerdo que los acaricia? Esto es lo que él siempre consideró interesante, algo de lo que siempre quiso hablar, incluso durante el canto del cisne de su último suspiro.

Nota: Hoy se cumplen 31 años de la muerte de Luis Buñuel.

domingo, 20 de julio de 2014

Averno de iniquidad: La noche del cazador

Nunca es más fuerte el hombre que cuando es niño. Durante esos cortos años de la infancia da muestras de una resistencia y una capacidad de aguante como Dios nunca volverá a otorgarle en lo que le resta de vida. Los niños lo soportan todo. Superan cualquier obstáculo

La descripción en una novela de un asesino degollando sin inmutarse a su víctima o arrancando sus extremidades mientras brota la sangre para dar un golpe efectista terrorífico, no me inquieta lo más mínimo. Todo cambia si el niño protagonista le revela lo siguiente a un mayor: «El señor Powell me da miedo. Me asusta más que la oscuridad o los truenos o cuando miro a través de la pequeña burbuja del cristal de la ventana en el vestíbulo del piso de arriba y todo lo que hay fuera se estira y tuerce el cuello. (…) Preferiría que me azotara a que me preguntara, porque el dolor de los azotes solo dura un rato mientras que las preguntas no cesan por siempre jamás, amén». Entonces la cosa cambia.

Los sombreros viejos, los zapatos viejos y los vestidos viejos adoptan siempre la postura, la forma y el volumen del cuerpo humano que los llevó una vez

La obra sumerge perfectamente al lector en un entorno hostil para la vida humana. Son los tiempos de la Gran Depresión, tiempos en los que la miel y la leche no manan en ningún lugar. Los niños juegan sobre la hierba, que se nos antoja grisácea, cantando una terrible canción:

¡Cuelga, cuelga, ahorcado!
¡Mirad lo que hizo el verdugo!

¡Cuelga, cuelga, ahorcado!

¡Mirad cómo se  balancea el ladrón!
¡Cuelga, cuelga, ahorcado!
Mi canción ha terminado


La noche del cazador es una impresionante novela de 1953 de un desconocido Davis Grubb inspirada en un cuento infantil norteamericano. Se trata de una vieja idea maniquea relatada en forma de fábula: Amor/Odio (Love/Hate). Nota: Por favor, no la relacionen con la perversión del lema que supuso aquella horrible serie de televisión hace pocos años.

El personaje central es Harry Powell, un predicador, un falso hombre de Dios, un perseguidor, un cazador, que lleva tatuado en sus manos esas palabras, símbolos del bien y el mal. Nadie mejor que Robert Mitchum para transmitir ese terror en la gran pantalla dos años más tarde, aunque su doblaje al castellano se muestre a veces un tanto ridículo. Un parecido rol le tocó desempeñar en 1962 en El cabo del miedo, cinta de la que tristemente hoy solo se va recordando la paródica apelación ¡Abogaaadoooo! que un humorista español extrajo del muy aceptable remake de 1991. Mitchum dejaba claro que ese tipo de papel lo bordaría siempre que se lo propusiese. Tanto que es probable que se dedicara el resto de su vida a interpretar este personaje, a "su" personaje.

John, el hijo de Ben Harper (una coincidencia homónima y musical), es el blanco de su persecución y el motivo es uno de los fatales enemigos de las sociedades justas: el dinero. El pobre chaval no sabe si esas “manos tatuadas con palabras antagónicas” están de su parte o de los “hombres de azul” que dirigieron a su padre a la horca. Como el propio autor deja plasmado en su libro, estamos ante un auténtico “averno de iniquidad”.

La película fue dirigida por un monstruo de la interpretación, Charles Laughton, al que siempre recordaremos por sus encomiables papeles en Testigo de cargo, La vida privada de Enrique VIII o como Graco en Espartaco. Aunque logró filmar el miedo, fue un estrepitoso fracaso de taquilla y no volvió a dirigir nunca más. Pasado el tiempo, el asunto se ve distinto y hoy en día es considerada una película de culto.

Miguel Ángel Palomo escribió para el diario El País que no sólo es “un clásico fundamental e inimitable; es también el más perverso cuento de hadas de las historia del cine”. Aun estando de acuerdo con esta afirmación, la novela supera enormemente todo lo que la gran pantalla presenta. Su lectura ensancha paulatinamente la oquedad en la que están instalados los ojos y obliga a pasar las páginas con mucho cuidado, como si aguardasen detrás las más horripilantes escenas. Se corría un riesgo, pero era inevitable su versión cinematográfica. El mismo Grubb era consciente de ello: “Es un caso lo bastante triste para tentar al cine”, dice uno de sus personajes al ver alejarse a Willa Harper, la viuda de Ben.


¿Es Dios uno de ellos? ¿Está Dios de parte de los dedos con nombres que son letras como las letras que hay en el reloj del escaparate de la señorita Cunningham?