martes, 26 de noviembre de 2013

Desde que soy mujer (relato)

  



  Desde que soy mujer todo es distinto. He experimentado muchas sensaciones extrañas y nuevas para mí. Mi cuerpo se balancea de una manera diferente cuando camino, formando un pequeño ritual exótico al que me estoy acostumbrando gratamente. Puedo ver la tele y leerme un libro al mismo tiempo con total comprensión. Me molesta ver lo tontos que suelen ser los personajes femeninos de las películas de domingo por la tarde. En realidad, eso también me molestaba antes, cuando era hombre. Si busco la mantequilla en la nevera o la factura de la luz del mes pasado las encuentro siempre en su sitio. Qué bien me hace sentir eso.

   El lunes, maldita sea, en una tienda de ropa corregí a un tío que había confundido el naranja con el rosa palo. ¿Estaba ciego o qué? Sin embargo, me encantó que me mirase de aquella forma al salir de allí. Me sonrojé y se me escapó una pequeña sonrisa.

   El martes un señor me cedió el paso al salir de las oficinas del banco y lo censuré con la mirada. Sin embargo, ese mismo día por la tarde, un hombre se introdujo delante de mí en el ascensor y lo tildé de maleducado. Bueno, por lo menos no era la misma persona de la mañana.

   El miércoles estábamos todas mis amigas juntas a la mesa con dos compañeros de trabajo y, no sé cómo, se torció la cosa. Formamos un alboroto tremendo. Yo alababa las habilidades de mis amigas hasta que de repente noté que me estaban sacando ventaja frente a los chicos. Sentí un impulso extraño y empecé a retarlas verbalmente. Me molestaba que mis compañeros se fijaran más en ellas que en mí. Sentir eso es lo que me molestaba en realidad. Por suerte fui un momento al baño y allí, mientras me liaba con la ropa que me tenía que quitar, reflexioné y determiné que tenía que irme a casa. Ya no me lo estaba pasando bien. ¡Dios!, ¿qué me pasa?

   El jueves Juan, el chico guapo que trabaja en la oficinas de al lado, me dijo que me sentaba muy bien el pantalón que llevaba y yo le respondí irónicamente: «Sí, supongo que igual que el lunes y el martes pasado». Ahora lleva un par de días raro conmigo y no sé por qué. Incluso creo que me esquiva. Hay que ver cómo son estos tíos. Antes, cuando no me hacía ese tipo de comentarios, me llamaba más la atención. Ahora, me parece uno más. 

   ¿Qué querría decir este viernes por la mañana mi jefe cuando me comentó que teníamos que hablar para acordar una estrategia común para la nueva campaña? Seguro que ya tiene algo planeado, seguro que lo que quiere es decirme que no cuenta conmigo esta vez. Debe ser eso, pues la última vez tuvo que admitir que mi alternativa era mejor que la de él. Supongo que querrá dejar claro quién es el jefe.

   El sábado le conté a mi amiga Marta todo esto y ella cree que tengo una visión equivocada, que todavía tengo algo de hombre dentro de mí y por eso estoy confundida.


   Sinceramente, es más fácil ser hombre. Pero los domingos tengo más tiempo para mí y se me pasa la idea de dejar de ser mujer cuando me voy al espejo, me miro, me quito el sujetador y me presiono las tetas con mis manos aún masculinas.

domingo, 3 de noviembre de 2013

Parábola del argumentario español



Cuando era niño, Antonio jugaba con su amigo Jorge. Sus padres les habían puesto las cajas de juguetes en el suelo del comedor. Antonio se fijó primero en la caja de su amigo y protestó: esta tenía más juguetes que la suya, o eso es lo que él creía. Se esforzó muchísimo en dejarlo claro una y otra vez y, por mucho que los padres usaron cualquier tipo de argumento para hacerle entender, Antonio no aceptó aquello y no paró hasta que trasladaron algunos juguetes de la caja de Jorge a la suya. Jorge no entendía nada y se mantuvo apartado y expectante durante mucho tiempo, en silencio.
A los 12 años, los padres de Antonio y Jorge decidieron dejarlos salir  juntos. Les pusieron un horario de vuelta y les dieron algo de dinero a cada uno. Aun sin haberse fijado en lo que su progenitor le había dado, a Antonio le pareció que el padre de Jorge había sido más generoso con este. Solo tuvo ojos para lo que había percibido su amigo y determinó que era mucho más de lo que a él le habían aportado. Una auténtica injusticia, pensó Antonio, y decidió que ya no tenía ganas de salir.
Agolpados tras las listas del tablón de anuncios, los resultados de las pruebas de selectividad arrojaron un 8.2 para Antonio. Jorge le sonrió y, con un golpe en la espalda, lo felicitó entusiasmado. Ambos se abrazaron. Pero Antonio se dio la vuelta y deslizó su dedo por el papel hasta alcanzar el apellido de su amigo. Todo se vino abajo: Jorge había obtenido un 9.1. Intentó disimular su reacción, pero un ardor le recorría el cuerpo. Hizo un comentario insincero y adujo excusas poco claras para marcharse de allí.
Aunque Antonio se fue a estudiar a Salamanca y Jorge a Barcelona, años más tarde coincidieron en la misma empresa aeronáutica. La amistad entre ambos no era la de antaño y ya no hablaban como antes. Antonio se enteró por un compañero de que Jorge atravesaba económicamente un mal momento. Sus padres habían muerto y le habían dejado como herencia una multitud de deudas.
Cuando llegó Navidad, los jefes decidieron hacer regalos económicos a sus trabajadores. La empresa no supo elaborar con elegancia la entrega de estos premios y adjudicó directamente sobres con dinero en mano. Cuando estaban haciendo el brindis de despedida, Jorge fue al servicio y dejó el sobre a la vista de Antonio. Una fuerza misteriosa, pero extrañamente conocida, hizo que Antonio comprobara el interior del envoltorio sepia. Vio que su amigo Jorge tenía el sobre prácticamente vacío y que, curiosamente no se había quejado. Esto lo dejó helado, pues su propia moral le avisaba de la situación controvertida en la que se encontraba. Aun así, le restó importancia, cerró su propio sobre y lo apretó con su mano derecha para que no se le escapara de allí dentro ni un solo céntimo.